Tuesday, June 21, 2011

Hoy puedo ver a un muerto.


El paisaje era desolador. Un gran temblor había arrasado aquella ciudad colonial que días antes irradiaba vida y color. Sin embargo, no fue un movimiento de tierra común, era el estremecimiento que anticipaba la furia que pronto desataría el volcán más cercano.

Lo busqué desesperadamente.

Coincidimos, al fin, entre movimientos, derrumbes, escombros. Sostenía su mano fuertemente mientras el cielo se iba nublando. La ceniza que precedía al estallido se hizo presente en el ambiente. Caminamos colina abajo. Solo nuestros cuerpos cansados recorrían las calles empedradas. Miramos arriba y observamos los breves destellos naranjas que iluminaban el cielo. Era inminente; la erupción había comenzado.

La lava del volcán descendía por la colina arrasando los restos de las construcciones de aquella ciudad a su paso y con ellas también se fundían entre el calor memorias y recuerdos de una vida próspera. Escapamos entre las rocas y el panorama se tornaba macabro. Nos acercábamos a la lava pero no nos deteníamos era como si esa luz tan radiante nos llamara a conocerla de cerca.

Debíamos cruzar para salvarnos, debíamos cruzarla para estar en paz y continuar. Me ayudaste a cruzar, pero tú no lo hiciste. Me miraste con esos ojos color miel, tan melancólicos como tu vida. Alguien me jaló, no supe quién y ahí fue la primera vez que vi tu cara desvanecerse en la obscuridad.

Ella despertó un poco confundida y aturdida por las reminiscencias de ese lúgubre sueño. Abrió el clóset y eligió de entre toda su ropa de colores resplandecientes un pantalón y una playera de color negro. -“Parece que iré a un funeral” pensó al verse en el espejo.

Un mensaje a su celular llegó alrededor de medio día. “Anoche tomé algunas pastillas y no morí hoy. Ya sé la dosis”. Inmediatamente marcó su número, el teléfono sonó unas cuantas veces pero nadie contestó. Siguió intentando, su dedo apenas colgaba y nuevamente se escuchaba el redial. Se detuvo unos minutos y sentada, algo desorientada tan solo esperó.

La llamada llegó.

“No me siento bien. Perdóname. Te quiero mucho”, apenas susurró y colgó.

Ella entró en shock, no podía creer lo que había escuchado y volvió a marcar para rectificarlo. Unas 50 llamadas se hicieron a ese teléfono, al menos eso mostró el recibo telefónico meses después. Finalmente una mujer contestó el teléfono.

“El no puede contestarte, está muy mal”

Al oír estas palabras, su mundo se derrumbó y de rodillas llorando tomó las fuerzas necesarias para ponerse de pie y manejar hasta la casa de su novio.

Hasta ese momento no estaba segura de lo que había sucedido. Patrullas y ambulancias rodeaban la casa ubicada en la Avenida 3 y una decena de gente a las afueras esperaba que la policía diera su informe.

Pasaron algunos minutos y ella no bajaba del auto. Así vio salir una camilla. Intentó buscar algún rastro, alguna herida, una señal que le diera pie a tan solo imaginar qué había sucedido. No vio nada. El salió con vida, tranquilo, inmovilizado de la cabeza con su pijama y playera roja.

Prendió el auto y siguió a la ambulancia que lo llevaba. Paró en las puertas de un reconocido hospital. A los pocos minutos se estacionó y pudo bajar. Los mismos paramédicos que lo subieron a la ambulancia llevaban la misma camilla, ahora, vacía. Una mancha de sangre impregnada en la almohadilla le abrió la mente y lo supo. Supo que lo había perdido.



Recordé esta historia un día caminando a la salida del trabajo cuando cuatro camilleros transportaban un cuerpo sin vida desde la ambulancia hacia la morgue. Ese día dejé de ver a un “novio”. Hoy, solo puedo ver un muerto.

Esta es la historia de un sueño, un sueño macabro que al día siguiente se volvió realidad. Una historia verdadera; mi historia. El capítulo que cambió mi vida, el que me marcó, el que explica todo lo que soy ahora.

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