A place called you
En
uno de esos correos me contó que se había mudado a París, Michael siempre me
pareció alguien que no quería estar por mucho tiempo en su país, algo en lo que
coincidimos. Ahora yo, viajaba a París en donde me encontraría con alguien más.
No quise tentar al destino y decidí no escribirle. “¡Te lo vas a encontrar en
el metro!”, me dijo una amiga que a veces me asusta porque lo que dice o se
cumple o sea próxima lo suficiente.
No,
no lo encontré en el metro. Pensé que si esos ojos me habían quitado el sueño
muchas noches y había tenido que hundirme en mis emociones quebrantadas para
volver a levantarme, era mi oportunidad de cerrar ese ciclo. No tardó mucho
para que el universo se diera cuenta y él me escribiera uno de esos esporádicos
mails. Respondí un: “Solo por si acaso, estaré en París por las próximas dos
semanas”. No tardé más de 5 minutos en recibir una respuesta. Quería verme.
Nos
vimos un sábado a las 7 en Place du Republiqué. No puedo negar que me temblaban
las piernas y el corazón se me salía. ¿Cómo sería? ¿Lo reconocería? ¿Cómo iba a
saludarlo? Llegué un poco antes de la cita, no tuve el valor para pararme en el
punto en donde habíamos acordado. Esperé
al otro lado de la calle. El viento tomo fuerza y decidí hacer lo mismo para
encontrarme con mi destino. Con las manos en los bolsillos y la cara hacia
abajo cubriéndome del frío cruce la calle.
Ahí
estaba él, tal como lo recordaba. Lo abracé y como buen alemán el no supo qué
hacer ante tal muestra de cariño. Iniciamos el camino, ahora él sería el guía y
me llevaría a conocer otro París. Caminamos por el Canal de St. Martin, me
mostró el lugar donde Amelie –la de la película- lanza piedras al canal, el
hielo empezó a romperse con preguntas simples.
Nos
detuvimos en algún restaurante de Montmartre, pedimos una copa de vino y ahí
estábamos frente a frente. No tuve más remedio que abrir la caja de pandora. No
sabía si escribirte o no, dije. Su respuesta me sorprendió pues siempre tuvo
presente que en su siguiente viaje a Ciudad de México me buscaría. “Han pasado 3 años, 9 meses y 10 días desde
que nos conocimos”, afirmó confiado.
Cuando
la comunicación entre dos personas cesa pueden dar por sentado lo que uno piensa
del otro. Cada 4 de julio Michael recuerda mi cumpleaños. La charla continuó
por unas horas, sanamos y olvidamos. Me contó que su novia fue el motivo de su
cambio a París y que cuando nos conocimos estaba terminando una relación a
distancia y no quería volver a pasar por lo mismo, así decidió dar por
terminada nuestra relación después de dejar México. “Tal vez si viviéramos más
cerca, lo intentaríamos y funcionaría, estoy seguro”.
Un
vendedor de rosas interrumpió la plática, me preguntó si quería una y yo negué
con la cabeza. No podía llegar a casa con una rosa. Yo también estaba iniciando
algo. “Si llego con una rosa, seguro me sacan de casa”, afirmé. Me preguntó que
si tenía “algo” con el amigo al que visitaba. En ese momento creía que sí y asentí.
Sorprendido me dijo: “¿Sabe que estás conmigo?”, respondí que no. Así iniciamos
una plática del cómo era él.
Para
mi sorpresa hablar con él me dio un panorama más objetivo de lo que vivía en
ese momento y sin darme cuenta empecé a hacerme consiente de la realidad. “Si
no tienes que llegar temprano a casa, podemos caminar por Pigalle hasta el
Moulin Rouge”. No había recorrido esta parte de la ciudad y acepté. Caminamos
un poco más confiados y relajados, las palabras fluían y la foto del reencuentro
se dio frene al icónico Molino Rojo de la ciudad luz. Recuerdo su mirada pícara
y su sonrisa al decirme que tenía un plan y me pidió que lo siguiera. Tomamos
el metro rumbo a Trocadero al salir de la estación dimos unos cuantos pasos y
ahí estaba la torre que empezó a iluminarse.
En
ese momento la Torre Eiffel tomó otro significado para mí, ya no es esa
construcción de hierro que tienes que visitar para palomear tu lista de
destinos. Es otro punto del mundo donde el universo me permitió reencontrarme
con la persona que ha sacado lo mejor de mí, que me ha hecho pedazos y que me
ha vuelto a armar. Cobijados por la noche parisina confesé que estaba muy
contenta de estar con él. Michael me tomó de la cintura y un escalofrío
recorrió mi cuerpo. No tuve más remedio que pedirle perdón antes de besarlo y
fui correspondida. Nos miramos, nos abrazamos y lloramos. “Tú has sido lo mejor
que me ha pasado en la vida”, dije. “De la mía también”, respondió mientras me
abrazaba.
Tomó
mi mano y caminamos hacia la estación de metro más cercana a casa. Me besó
de nuevo y preocupado me dijo que ahora él tenía un problema porque no estaría
en París los días que yo estaría ahí. Le respondí que no se preocupara el
universo de nuevo se haría cargo cuando fuera el momento. Antes de irse me
mostró en el mapa de metro en que estación vivía. No podía creerlo,
compartíamos la misma línea, nos dividían seis estaciones. Nos despedimos una
vez más, sabiendo que como Horacio y la Maga en Rayuela de Cortázar estábamos
sin buscarnos pero sabiendo que íbamos a encontrarnos en San Francisco, Ciudad
de México, París o en cualquier otra parte del mundo.