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Thursday, July 1, 2010

Siempre hay un roto para otro más roto.

Llegaron de pronto.

Dos chicas de piel rosada con unos hermosos lazos blancos se acercaban siempre coquetas.

Cuando nos presentaron sentí un pequeño cosquilleo sus mejillas apenas rozaron las nuestras. Nervios, pensamos.

Al poco tiempo se había hecho común compartir caminos, notamos que una de ellas indudablemente se inclinaba a la derecha y la otra hacia la izquierda siempre bellamente emperifolladas con aquellos celestiales y resplandecientes lazos blancos con moños de doble nudo.

Una tarde descansábamos cruzados bajo aquél cristal. Mirábamos e imáginabamos en lo alto nubes en forma de círculo donde algunas parecían fondos de algún vaso, caras, cubiertos, incluso hemos llegado a pensar que también había nubes en forma de servilletas y manos.

Mientras pensábamos y vislumbrábamos aquellas locuras ellas ya se habían postrado a nuestro lado. Las observamos. Los moños, los lazos, las ellas. Si nosotros tuviéramos que portar esas cintas no sabríamos donde colocarlas, no tenemos los pícaros hoyuelos que ellas poseen.

Las observamos, nuestro aspecto de piel color tablero de ajedrez donde el blanco no se apreciaba completamente por el polvo que hemos recogido al andar y nuestra poca ropa rasgada que dejaba entrever un poco de nuestra ropa interior nos imponía. Las chicas jamás saldrían con nosotros aunque uno de nosotros indudablemente también se inclinara hacia la derecha y el otro hacia la izquierda.

Observándolas en silencio, lo descubrimos.

No había diferencia entre nosotros, habíamos andado los mismos trayectos y por el desgaste de sus suelas podríamos apostar que teníamos la misma antigüedad. Su ropa, aunque más limpia que la nuestra también dejaba entrever su ropa interior, apenas dibujando la silueta de unos pies perfectos.


Hipnotizados por lo que habíamos descubierto no nos dimos cuenta cuando aquella fuerza motora nos obligó a caminar separándonos de las chicas Converse. Segundos después a ellas también las movieron.

A lo lejos vimos como la delicada mano de la máquina humana dueña de aquellos hermosos tenis rosados realizaba cuidadosamente el doble nudo de aquellos lazos que adornaban tanto al derecho como al izquierdo. Nuestro dueño apenas nos dio una sacudida mientras escuchábamos una voz diciendo: ¡Tengo que lavarlos!

Nos separamos de ellas con nostalgia. Sin embargo sabíamos que al día siguiente y a la misma hora, tal vez, solo tal vez si nuestro dueño quisiera acercarse a su dueña lo suficiente, volveríamos a verlas.